UNIVERSIDAD
FERMIN TORO
VICE RECTORADO
ACADEMICO
DECANATO DE
INVESTIGACIÓN Y POSTGRADO
MAESTRÍA EN
EDUCACIÓN SUPERIOR
MENCIÓN DOCENCIA
UNIVERSITARIA
Cabudare, Octubre
de 2012. Autora: Darcy Aular
Ensayo: Modernidad,
cultura y desarrollo en Venezuela
INTRODUCCIÓN
Dentro de los enfoques que se
efectúan para estudiar los problemas del desarrollo y, muy especialmente los de
la pobreza, las categorías de la modernidad ocupan un lugar destacado. El caso
venezolano con los relevantes estudios hechos por equipos de especialistas
puede servir de ejemplo para esto. Por lo cual, se ha considerado oportuno
profundizar sobre este marco conceptual e inquirir sobre este modelo con el fin
de conocer su origen, teorías que la explican y los alcances que puede tener en
algunos aspectos del desarrollo cultural de Venezuela. Tal es el objetivo de
este ensayo, en el cual se analiza este tema en sus fundamentos y en estrecha
relación con alguna situación que puede haber ocurrido en el país.
Este análisis toma como escenario el
tiempo desde el origen de la modernidad (en lo conceptual) hasta los tiempos
actuales, la contemporaneidad, con una visión panorámica, deteniéndose en los
puntos más álgidos para observar especialmente sus efectos sobre la cultura y
la educación en el país. En todo caso, como limitante se puede decir que él
mismo es un estudio introductorio, que forma parte de una investigación de
mayor alcance en torno al desarrollo y la cultura venezolana, lo cual no
significa más que una posibilidad de interpretación crítica para entender mejor
como podrían actuar estos procesos. Para su realización se recurrió a una
extensa revisión bibliográfica sobre la cual se plantearon las principales
secciones que estructuran el ensayo.
El tema por otra parte, remite
irremediablemente al pasado, que es donde se instalan las reflexiones que puede
hacer el hombre, quien es la medida de todas las cosas, y eso es lo que lo
ubica en la historia como sujeto destacado, lo cual en términos modernos se ha
denominado el ser humano, capaz de concebir su propio mundo, de pensarse así
mismo y en función de otros. Tampoco se trata como lo hicieron los hombres y
mujeres del Renacimiento, inspirados en el arte, la poesía y la cultura clásica,
de iniciar la prodigiosa tarea de recuperar y actualizar el pasado, sino más
bien de abrir los ojos y maravillarse ante el lugar en que ubicaron al ser
humano, su compromiso con la educación y la defensa de la libertad y la
creatividad humana.
Nunca estará demás decir que en el fondo,
las aspiraciones de una investigación como la actual son las de un atractivo
deseo no sólo de saber y conocer sus componentes conceptuales y prácticos, sino
también tratar de entender lo que ocurre en su interior y, por tanto, discurrir
nuevas ideas para intentar dar solución a los graves problemas del desarrollo
venezolano.
LA MODERNIDAD
Uno de los signos más
característicos de la vida contemporánea es el de considerar el saber humano
basado en disciplinas u otras segmentaciones similares que orientan sus
conocimientos, las cuales fueron creadas precisamente por la modernidad, la que
con sus diversas propuestas y premisas fueron articulando el actual discurso
del saber, del ser y de su alcance existencial. Esto es lo que ha creado un
cuerpo organizado que se funda en las instituciones e individuos que
constituyen la trama de la cultura contemporánea, especialmente occidental.
El cambio ocurrió en el siglo XVII
e involucró a muchas actividades, de hecho todo cambió y luego se ha
constituido en un punto de referencia sobre el cual se producen fenómenos en
función de la modernidad, bien sea para entender su pasado o futuro, es decir,
situarse en lo pre o post moderno.
Históricamente, el
término moderno se apoya en la locución latina modernus, la cual devino pronto
en modus hodiemus, vale decir al modo de hoy, lo que llevaba implícito la
diferencia fundamental con lo antiguo, entendido como algo distinto a lo de
ayer. También existe otra interpretación que apoyada en los cambios artísticos
ocurridos durante el renacimiento italiano (siglos XIV-XVI) que hablaban de lo
moderno teniendo una connotación referida a lo clásico, de origen greco-latino,
expresando así que su arte reflejaba la “antica e buona maniera moderna” de hacer las cosas.
Lo importante de aquellas
interpretaciones es que ellas llevaban implícito, sin duda, la concepción de un
proyecto, de un sistema de creencias, de razones y de gustos que surgían de una
cultura propia, con su natural identidad, la occidental, que con el tiempo se
generalizó y utilizó a todo cuanto tuviera que ver, interpretar y comprender la
realidad circundante, aunque esta mirada por su mismo origen, como se habrá
notado, llevaba en sí un sentido unívoco, total, absolutista, riguroso y, hasta
cierto punto, déspota.
En términos económicos,
la modernidad se ha simplificado al identificarse con la infraestructura
técnica y social que incorpora la revolución industrial, especialmente desde
1800, época de los grandes adelantos tecnológicos en la electricidad y el
combustible, diferente a la tecnología del vapor de un siglo anterior en
Inglaterra, y también muy disímiles de la existencia de los novedosos medios de
comunicación masiva que surgían más adelante para asombro del mundo.
Sin embargo, la comprensión de la
realidad misma, hecho que acapararía la atención a poco andar y que se
transformaría en un principio incuestionable, fue la mirada profunda e
inquisidora que daría el avance de la ciencia. Ésta, con rigurosidad
metodológica, dio cuenta de una explicación y una sistematización para toda una
época (aunque no es la única que podría existir) de lo que se asumía como
realidad.
Frente a la visión teológica que
prevalecía desde la Edad Media centro infalible y único del conocimiento y
aprehensión de la realidad, que se consideraba “la reina de las ciencias” y a la que se supeditaban todas las demás disciplinas, ahora surgía
violenta, súbita y resuelta, otra forma modélica de entender la realidad y las
cosas, aunque asumiría similares retos, rutas y destinos. Así se manifestó el
pensamiento científico, como bien lo explica Miguel Martínez Miguélez (1997): Durante
los últimos siglos de la Edad Media, XIII y XIV, y especialmente en el
renacimiento, el punto de apoyo, el fulcro, el referente lógico, va pasando de
la religión a la razón, de la teología a la filosofía y a la ciencia. El hombre
occidental comenzará a aceptar las ideas en la medida en que concuerden con su
lógica y razonamiento, con sus argumentos de razón, y no por tradición o por
exigencias dogmáticas (...). A la visión pre moderna del mundo como unidad
cósmica integrada le sucede una visión descentrada, diferenciada en
compartimientos, subsistemas con su lógica propia y una pluralidad de valores:
los valores de la ciencia, de la ética, del arte, etc. (p. 20).
Por estas razones, a partir del
siglo XVII, con el protagonismo de la razón, la ciencia adquiere su carácter
privilegiado en la visión del mundo, y como ente suprahumano se constituyó en
garante de la verdad, distante de cualquier aproximación cultural o religiosa.
De ahí que la mentalidad científica moderna implique una relación de dominio
por parte del hombre sobre la naturaleza (agravada por la misma imposición que
desde los siglos anteriores también había impuesto la visión cristiana sobre el
mismo tema). Ahora, el estudio de lo natural debía replicarse para permitir su
entendimiento científico, es decir, conocer su comportamiento como algo
previsible o anticipable y, también por ende, proyectable con certitud.
El resumen de estos conocimientos,
expresado en lenguaje de la ciencia sería una fórmula, ecuación o expresión
matemática preferiblemente cuantificable, valorado en sus cantidades, la cual
al ser activada produciría la re-creación del fenómeno. De ahí a las
predicciones había sólo un paso: los fenómenos naturales eran regulares,
calculables y predecibles. Esta es la razón misma de su existencia. De no
ser así, éstos serían ilegítimos, denominados con adjetivos como el de
aberraciones naturales, excepcionales, indignas de ser objetos de estudio.
Así se fue construyendo el
paradigma científico moderno. Como un conjunto de formas y procederes que rigen
una visión metódica del mundo y de la realidad, también denominado paradigma
newtonianocartesiano, porque estos dos científicos le dieron sus bases físicas
y filosóficas, respectivamente, aunque su origen podría remontarse a los
griegos del siglo IV AC.
El inicio lo dio Isaac Newton
(1642-1727), quien desarrolló una concepción mecanicista y matemática de la
naturaleza universal certera (no hay que olvidar a Galileo, quien desempeñó un
papel fundamental en la mezcla de matemáticas y física y en la promoción de una
nueva visión del mundo, sostenida en las ideas de Copérnico), cuando descubre
la atracción gravitacional que ejerce la Tierra sobre los cuerpos que están
sobre ella, así como la del Sol sobre los planetas, régimen que denominó ley, por
ser aplicable a toda la materia. Por esta razón, la imagen del universo
newtoniano es “la de un gigante
mecanismo de relojería, completamente determinista” (Ibíd.), en donde todo
se explica por medio de cadenas mecánicas interdependientes de causas y efectos,
modelo físico que luego sería adaptado al mundo viviente por empiristas
ingleses como Locke, Hobbes, Berkeley y Hume.
Igualmente, René Descartes
(1596-1659), expuso el dualismo cartesiano o separación de la mente (res
cogitans) de la materia (res extensa), con lo cual daba el
importante paso de poder estudiar el mundo material como una especie de objeto,
de donde deriva la locución “objetivo” u “objetivamente”, es decir, sin relación
con el sujeto que él estudia. Según esta teoría, la metodología cartesiana para
poder comprender algo debía “fragmentar todo problema en tantos elementos simples y separados como sea
posible” para su estudio
objetivo, lo cual se constituyó en un paradigma de la ciencia por más de tres
siglos. Pero este fin naturalmente equivaldría a decir, que la ciencia moderna
divide para controlar. Como señala Martínez Miguélez, este paradigma
newtoniano-cartesiano, “valora, privilegia, defiende y propugna la objetividad del conocimiento, el
determinismo de los fenómenos, la experiencia sensible... la lógica formal y la
´verificación empírica´” (p. 77). El paradigma funciona muy bien cuando se trata de cuerpos de
tamaño intermedio, pero cuando “el objeto de estudio se aleja del campo físico intermedio hacia el mundo
microfísico o submicrofísico, hacia el mundo biológico, psicológico o
sociológico, su inadecuación se pone de manifiesto hasta anularse completamente” (Ibíd.).
Por tanto, la modernidad
científica, disciplina dominante de la época, da efectivamente una visión
mecanicista del mundo, regida por pautas observables, repetibles, reconocidas y
altamente predecibles hacia el futuro, es decir, todo se explica a partir del
establecimiento de un sistema cerrado en movimiento, determinista y regulable
linealmente (aunque naturalmente hubo en su tiempo críticas a este
determinismo, especialmente porque infringía la libertad divina de intervenir
al mundo).
Por otra parte, ello
también implicaba que la realidad lo era tal, en la medida en que fuera
percibida y registrada por el intelecto y la razón, limitada por su alcance
sensorial u organoléptico, por ello todo lo que existía debía ser confirmado
por la intelectualidad humana. Todo existe sólo si se puede percibir y
registrar positivamente por la razón, con lo cual ya se enunciaba su positividad,
negadora de lo que no es, y se constituía en la representación formal de esa
realidad.
Por tal razón, el positivismo -que
fue el fundamento de la visión moderna de la realidad y del método científico
clásico, al conectar lo observado con lo conocido, y por ende su teoría-, es un
realismo que visto a la luz de la contemporaneidad muestra su carácter ingenuo,
y hasta cierto punto utópico, tal como lo evidenciaba Augusto Comte.
(1798-1857), quien postuló elevar el valor de la ciencia por sobre el derecho
natural, como algo ineludible. Así, la razón cartesiana excluía lo subjetivo,
lo “subjetivo”, propio de lo que
deviene del sujeto, ente separado de la realidad, el cual sería de ahora en
adelante sólo un observador “objetivo” de los objetos de esa
realidad, impidiéndole modificar su realidad universal, única y absoluta.
La debilidad del
positivismo quedaba a la vista, su pretensión de ser objetivo, porque apenas
aparece la sombra que nubla el comportamiento de lo real (y ya el fantasma de
Einstein se aparecía por los cielos de la ciencia, limitando su alcance) se
anunciaba que sólo tenía una validez limitada. Ello vendría a demostrar también
que la causalidad en el mundo físico es problemática, que es difícil establecer
modelos formales y que las observaciones, especialmente las percibidas por el
hombre están marcadas por supuestos ya existentes en su intelecto, en sus
propios mapas mentales.
En definitiva, las ideas
antes expuestas son los supuestos de orden cultural que han hecho que la
modernidad no pueda ser tan coherente cuando enfrenta la noción de la realidad,
esencialmente incognoscible en última instancia, “la percepción de la realidad siempre es parcial”, sensorialmente sigue
siendo válida, relativa, pero no es total, la realidad desde esta nueva
perspectiva es parcial, puede ser presentada con modelos intelectuales y en
sistemas abiertos, pero siempre será sólo una re-presentación (Almarza,
2002, p. 42).
El fin del positivismo (a pesar de
que para algunos aún existe) comienza cuando Henri Poincaré (1854-1912)
introduce problemáticas que escapan y perturbaron la linealidad newtoniana, lo
cual dio paso a los sistemas dinámicos. Luego, sería Kurt Godel (1906-1978),
quien en uno de sus teoremas demostró que los sistemas formalizados no eran
axiomáticos, es decir, que su indemostración no es posible, así cualquier
sistema completo excluye lo no contradictorio; y su propia contradicción, por
tanto, está implícita. Godel, en 1931, desarrolló su teorema de la incompletud,
en donde se demostraba que todo enunciado sobre números era lo mismo que un
enunciado acerca del enunciado sobre números. Se produce entonces una
circularidad lingüística que se plantea reflexiva sobre sí misma e implica que
el enunciado (lenguaje) sobre un enunciado (metalenguaje) hace que ambos se
fundan en uno solo, dejándolo incompleto y, por tanto, cualquier intento de
definición queda por tanto suspendido. De ahí que la formulación positivista,
cerrada y determinista, desafinaba frente a su definitividad certera. De aquí
deviene aquello de que todo puede ser cierto o falso, y que estas cualidades
van implícitas en su mismo enunciado.
Como ejemplo ilustrativo y, para
mostrar su aplicación, se podría citar la frase de Epiménides, cretense de la
antigüedad, quien decía: “todos los cretenses siempre mienten”, enunciado en el cual va implícita su propia negación e inconsistencia,
por cuanto el propio autor de la frase es un cretense y, por lo tanto, miente.
Entonces, el enunciado puede ser tan cierto como falso, es decir, que es cierto
y es falso a la vez, base de la apertura del sistema y de los presupuestos posestructuralistas
y de la teoría de la obra abierta de Humberto Eco. La aparición de la física
cuántica y la de las partículas subatómicas llevaron a una nueva explicación en
este camino, cuando se definió el principio científico de la incertidumbre, con
lo cual la visión científica actual (que viene a partir de los años treinta del
siglo XX) sobre un determinado fenómeno dilucida que nunca podrá ser precisa y
definitiva. Así, se ubica el ser de las cosas en dominios más propios de
instancias cercanas a lo trascendente, en asociación con lo no material, tal
vez, espiritual o divino.
La visión sociológica que aporta
Anthony Giddens (1993, cit. por Luis P. España, 2005) explica que una sociedad
exitosa debería incorporar cierto tipo de creencias que faciliten el logro de
sus objetivos, tanto desde el punto de vista individual como colectivo, en lo
cual residiría lo moderno. En términos prácticos, se manifestaría en “el control que tengan
los individuos sobre su existencia y su propia realidad (locus de control),
la propensión a actuar en los ámbitos públicos bajo la regulación de normas
universalistas, roles específicos y orientados hacia la colectividad; así como
la capacidad de posponer gratificaciones de corto plazo y de evaluar a sus
semejantes en razón de lo que hacen y no de lo que son; la confianza en las
personas y las instituciones sociales (variable-patrón)” (p. 32),
características que conducirían a comportamientos productivos y cívicos capaces
de superar una vida miserable con arreglo a convenios institucionales y
sociales modernos, conceptos que han sido aplicados a la realidad venezolana
para enfocar su situación de pobreza, que se verá con mayor detalle en la
sección dedicada a analizar la situación particular del país.
Tal vez, como opinan algunos, el
gran hallazgo de la modernidad fue lo reflexivo, la autorreflexividad que
permite el distanciamiento del mundo, que posibilita desde afuera interrogar y
poner en evidencia los imperativos del poder y la verdad, la fragilidad de la
certeza, el alcanzar un límite, el pensar en una trascendencia, la mirada
irónica, el brote de paradojas y absurdos, de lo grotesco y la parodia, como
una nueva afirmación de lo humano.
De todas formas, la comprensión del
mundo sufrió un gran revés con el avance mismo de la ciencia, desde las
físicas, ahora difíciles de llamar exactas, hasta la humanas. El modelo de la
modernidad, causa efecto, determinista, predecible, cuantificable, implicaba
una idea de desarrollo lineal o secuencial que el mismo avance de la ciencia
cuántica rompió al hablar de no-linealidad, de aleatoriedad o de azar de los
fenómenos. La idea de una realidad única y verdadera se quebrantó, las
aberraciones de la ciencia dieron paso a otras explicaciones, visiones y
modelos más culturales, tal vez no tan precisos, pero que con precaución
advierte William Demastes (1998), “podemos estar seguros de algunos patrones cualitativos pero nunca lo
estaremos con precisión de los comportamientos cuantitativos de los procesos
dinámicos de la naturaleza” (p. 70).
Todos los relatos, narrativas y
utopías que ha presentado la modernidad para dar un orden y una visión del
mundo han presentado fallas y hoy son criticados. Su máximo exponente sería el
progreso, que se puede constatar objetivamente, sin embargo no ha garantizado
que sus beneficios se puedan extender a la totalidad de los seres humanos; los
grandes avances de la humanidad, en gran medida tecnológicos han significado
beneficios y también perjuicios, como lo evidencian la contaminación ambiental,
el recalentamiento del planeta, las rupturas de la capa de ozono, el hambre en amplios
sectores del planeta, la mortalidad infantil, el subdesarrollo, la pobreza
generalizada del Tercer Mundo o la destrucción de sus bosques.
Se podría decir, para ir cerrando
esta sección, que el mundo modélico impuesto por la modernidad, que se
imaginaron los modernos del siglo XIV, se constituyó en el modelo mismo de la
cultura occidental, hasta que como dice Umberto Eco (1961, p. 12), “la crisis de este orden
y la instauración de nuevos órdenes, la búsqueda de módulos abiertos capaces de
garantizar y fundamentar la mutación y el acaecimiento y, por último, la visión
de un universo fundado sobre la posibilidad, como sugieren a la imaginación la
ciencia y la filosofía contemporáneas”, intentara cancelar aquella pretensión moderna.
También, como explica Massimo Desiato
(2005), una de las grandes trabas de la modernidad ha sido su limitación para
convertirse en una visión compartida por las grandes mayorías, “la modernidad ya no
encanta: más bien genera constantemente un doble desencanto”. Su error más grande ha
sido llevar la distorsión de su concepto, de lo moderno, a su simplificación
con lo de la “modernización”, sólo sustentada en el
desarrollo material, reducida a la técnica y al bienestar inmediato. No era
suficiente por dos razones (produciendo un doble desencanto): al alcanzar el
bienestar se acostumbran a su nivel y lo consideran un “progreso sin fin”, y un modelo de este
tipo no puede perdurar, es casi imposible; luego, este modelo implica una
fuerte exclusión. Su inserción se ha hecho a costa de grandes masas de la
población, aunque se sigue ofreciendo el modelo. Explica Desiato que este
sentido de vivir para ganar más y más dinero terminará en una gran
insatisfacción, sobre todo si se fracasa, y se pregunta “qué sentido tiene un
mundo donde el dinero es el valor supremo y donde, sin embargo, ese dinero no
se reparte” Esto es lo que socava a
sí misma las bases de la modernidad.
No obstante, la crisis de
la modernidad no implica el fin de la tecnología o de la búsqueda del
bienestar, lo que ocurre es que ya no se puede seguir encantando a la gente, el
concepto pierde valor, se devalúa, deja de ser entendible para las masas y no
la asumen ni defienden. Más bien se tornan en enemigos por la resistencia que
implican categorías en su uso, como la de denominar “irracionales” o desprovistos de sentido
aquellos que la cuestionan.
Aún así, la modernidad continúa
fuertemente arraigada en la cultura contemporánea, especialmente su desviación
conocida como la modernización, en donde al menos se rescata el exiguo concepto
“de poner al día”, tema que será motivo
de mayor examen al estudiar el caso del desarrollo venezolano, más adelante.
Sin embargo, y tal como ya se podrá
haber observado en lo dicho anteriormente, en el contexto sociopolítico de
comienzos del siglo XXI esta visión de la modernidad se ha encontrado no sólo
con una fuerte crítica e, incluso, oposición, sino que también en un franco
conflicto entre los propios países occidentales, como son las pugnas surgidas
entre Europa y Estados Unidos (especialmente sobre el enfoque del conflicto en
Irak), sino también con el choque frontal cuando se les confronta en términos
de un proceso de globalización, postcolonial, en donde se habla concretamente
de un choque de civilizaciones que pone en peligro el llamado fin de la
historia alcanzada por las sociedades herederas de los valores
proyectados desde la Ilustración europea, los que ahora se denominan
simplemente valores universales, como se les conoce comúnmente.
Pues bien, en este nuevo
escenario surgen los llamados valores asiáticos, que resisten fuertemente esta
tendencia unilateral, terciando en esta pugna y constituyéndose en necesario
contrapeso a los aspectos negativos de los valores universales, impulsando el
multilateralismo.
El debate se produce a fines del
siglo XX en China, cuyos teóricos rechazan la modernidad occidental en favor de
una postmodernidad China, como se manifestó abiertamente en el debate Guerra y
Paz en el siglo XXI, organizado por el Foro de Barcelona en el año 2003 (con la
participación de R. Kagan, A. Giddens y otros), en donde se pusieron de
manifiesto todas las reflexiones ya mencionadas. Resumiendo esquemáticamente
los argumentos, se puede decir que, desde la visión norteamericana, basada en
los conceptos teóricos de Thomas Hobbes, que frente a un mundo peligroso y
desordenado se necesita perentoriamente la intervención activa, decidida y
unilateral de una potencia fuerte como los Estados Unidos, única superpotencia
que puede imponer un orden; mientras que por otro lado, la visión europea,
basada en los principios de Emanuel Kant, que frente a la misma situación
inicial explicara que el mundo podría regirse de una manera ordenada y
consensuada a través de instituciones multilaterales (Cidob, 2003).
La pregunta que subyace en este
debate y que en su momento propuso Francis Fukuyama deriva de entender a la
modernidad como una época y un proceso histórico ya consolidado, terminado o en
vías de serlo, ¿cómo sería o cómo debería ser el período que le sigue? Porque
si lo posterior no representa algún cambio, entonces sería una continuación,
pero si difiere del anterior, esta postmodernidad podría representar un modelo
distinto y alternativo a la modernidad.
Aquí es en donde entra el tema de
los valores asiáticos y la postmodernidad China, porque resulta curioso que
muchas de las raíces más profundas de la ilustración se encuentran en el
contacto cultural que existió entre China (Asia, en general) y Europa a lo
largo de los siglos XVII y XVIII. En efecto, ya en 1601 llegaron a Beijing los
jesuitas europeos, los cuales actuaron libremente bajo una amplia tolerancia
cultural del imperio chino. Esto contrasta con la situación religiosa
fundamentalista que prevalecía en esa misma época en Europa, auspiciada por la
Santa Inquisición que combatía a muerte cualquier heterodoxia.
Esto fue lo que abrió las puertas
para un importante intercambio cultural entre Europa y China, la que duró sólo
un siglo hasta que el imperio chino también llegó a los mismos extremos de la
intolerancia europea (incluso se dice que las traducciones que hicieron los
jesuitas al latín de las obras de Confucio podrían haber influenciado
posteriormente a algunos pensadores europeos como Leibniz, Voltaire y
probablemente Montesquieu). Durante esta época, que culmina con la salida de
los jesuitas de China a fines del siglo XVIII, la imagen de Europa en China fue
excepcional, creándose la imagen de una cultura chinois. Luego de estos hechos
vendrían las embajadas que intentaron introducir a la modernidad vía armada.
Por esta razón en la tradición China se encuentran elementos de esta modernidad
europea, pero fueron justamente estos mismos elementos los que se levantaron en
la cultura, estructuras socioeconómicas, psicológicas y políticas para impedir
su consolidación (especialmente para impedir la expansión imperial europea de
los siglos XIX y XX), y así abrieron paso a la ideología de la tradición y a su
sistema de valores, conocido como valores asiáticos.
Durante el siglo XX, y
luego de prolongadas guerras internas de los señores de la guerra y la invasión
japonesa, en 1949 Mao Zedong fundó la República Popular China. En su continuada
disputa con los Estados Unidos, esta China siempre siguió dos rutas opuestas:
una, de rechazo total a su cultura tradicional porque en ella se encontraban
los obstáculos para su desarrollo comunista, debido a la inclusión de elementos
de la modernidad; y la otra, caracterizada por su deseo de apropiarse sólo de
sus avances científicos, sin que con ello se alterara su esencia tradicional.
Mao fue un ejemplo de la primera tendencia, que prefirió borrar la tradición a
favor de su propia visión ideológica, con una política de permanente lucha de
clases, lo cual impidió la modernización del país. Deng, su sucesor, tipifica
la segunda versión, en la cual se pusieron en marcha una política de apertura,
sobre la base de un pragmatismo político y el deseo de crear un mercado con
características de un gobierno socialista dictatorial.
En términos del
pensamiento simbólico oriental, en donde Mao había dicho “mejor rojo que
experimentar”, Deng replicó, “no importa si el gato es blanco o negro mientras cace ratones”; agregando, además, “enriquecerse es glorioso”, sugiriendo que China y
su sociedad eran como “un pájaro en una jaula”, pueden tomar aire del exterior pero el pájaro no puede escaparse de la
jaula. Así, China se preparaba para saltarse la modernidad, perdida en el baúl
de su propia historia, intentando pasar de una vez a la postmodernidad China,
salto que se sostenía en la inmensa fortaleza de un sistema educativo forjado a
través de siglos de profundas y, sólidas tradiciones culturales y de ejercer un
gobierno autoritario.
Entonces, se podría señalar que el
problema de la modernidad se rodea de una abundante y fuerte crítica a su
florecimiento, especialmente en lo que se refiere a la existencia de los
valores universales de la Ilustración. Aunque debe quedar claro que cualquier discurso
en este sentido podrá discrepar del espíritu occidental que los anima, pero no
se podrá negar la existencia de valores universales, aunque estos no procedan
de la Ilustración europea. Justamente la constatación de que existen otros
sistemas de valores, como los asiáticos u orientales, impide la universalidad
de ellos, como opina Amartya Sen (1996) al decir que se puede llegar a los
mismos valores universales a través de diversos sistemas, como los asiáticos,
que proceden de lo hindú, budista, musulmán, Confucio y otros que marcan la
diferencia entre sus países (por ejemplo con Malasia o Singapur), aunque los
cuales vistos en detalle también podrían ser un arma de doble filo, porque
algunos surgen de las mismas fuentes de la ilustración más aspectos denominados
nativistas, con algunas particularidades importantes, como el hecho de que la
comunidad prevalece sobre el individuo, el orden y la armonía sobre la libertad
particular, el rechazo a la separación de la religión de otros aspectos de la
vida, un énfasis en el ahorro y la moderación en los gastos, insistencia en la
necesidad de trabajar con eficiencia, respeto hacia el líder político, lealtad
hacia la familia y, en definitiva, el espinudo fondo de que están convencidos
de la existencia de una gran transformación que avanza sin cesar y que implica
el ascenso de Oriente y el ocaso de Occidente.
LAS TEORÍAS ESPACIALES
EN LA MODERNIDAD
Los conceptos más relevantes de la
geografía tienen relación con aspectos, entre otros, como el espacio, el
territorio, la región o la relación sociedad-naturaleza. Entre estos, el
espacio es muy destacado y muchas veces considerado como el objeto central del
estudio y entre sus variaciones también destaca el espacio de percepción, que
es la imagen que el hombre se traza de sí mismo y de los demás, es decir, surge
de la realidad, del pensamiento y de la historia.
Durante el período de la
modernidad, se pasó por distintas etapas del conocimiento y progreso de las
variables espaciales, cruzando desde el asombro de los descubrimientos de las
nuevas tierras que no eran otra cosa sino la proyección de las ideas modernas,
como lo fueron el paradigma heliocéntrico de Copérnico, las experiencias de
Galileo y los propios inventos y avances que la ciencia iba proponiendo, como
ya se ha visto en secciones anteriores (Rojas, 2005, pp. 145-152). En realidad
el avance de la razón hizo que estos estudios pasaran de lo descriptivo y
panorámico, general, a lo reflexivo, a explicarse estos fenómenos en términos de
territorios y espacios nuevos, como lo ilustra el caso del Barón Alejandro von
Humboldt (1779-1859), considerado junto a Carl Riter como los fundadores de la
geografía moderna, enmarcada dentro de los principios de la modernidad, vale
decir, enfocado en función de la ciencia, de los fenómenos naturales, de la
relaciones entre factores físicos y naturales, así como el uso de los espacios
vacíos y la cartografía que iban apareciendo en el mundo, incluyendo la
problemática social de sus habitantes. Lo más importante es que, al paso del
tiempo, ya en el siglo XIX, la geografía se ordena como una disciplina de
primera línea, especialmente en los aspectos ya señalados y con una metodología
distintiva.
El surgimiento de las sociedades
modernas tiene una particularidad que la geografía aprovecha para su
crecimiento, cual es que estos movimientos transfieren las relaciones sociales
a un territorio más amplio en donde las fronteras tienden a desaparecer y a
agruparse en identidades colectivas con fuerte acento cultural. Lo interesante
es que dicho proceso se centra en una territorialidad que se amplía desde las
inclusiones más primarias del hombre, más bien cerrada, hasta la situación
actual en disolución, pero en todos estos estados se constata que en el interior
de cualquiera de sus territorialidades la cultura es una sola e indivisible. Se
distingue por una cualidad indivisa y porque mantiene una centralidad
particular que la caracterizará. De aquí viene la preocupación por lo insular
y, desde esta perspectiva, ese centro mantendrá el control sobre los cambios
que sucedan en adelante (Ortiz, 2004).
El problema de entender a una
nación dentro de la modernidad sigue del esquema espacial y cultural a, un tipo
de sociedad más adelantada, basada en la razón y los modelos de la ciencia.
Así, se podría decir que una nación sería una civilización avanzada, centrada
en sí misma. Por esta razón, una nación se define según Marcel Gauss como una
sociedad material y moralmente integrada en un poder central estable y
permanente, con fronteras determinadas y una relativa unidad mental y cultural
de sus habitantes, que se adhiere completamente a un Estado y a sus leyes. Por
esta razón, la ciudadanía pasa de ser un concepto filosófico a uno de tipo
político y ocurre precisamente luego de las grandes transformaciones que
dispuso la modernidad en el siglo XIX (luego de la Revolución Francesa, la
crisis de 1848 y la extensión del voto femenino), y cuando comienza a
producirse la integración territorial, como ocurrió en el centro de Europa y
luego en América Latina. El paso final y definidor de esta nacionalidad sería
cuando se articula la dimensión cultural con sus característicos símbolos como
lo son el idioma, los desfiles patrios, la bandera, el himno y otros, así como
también una nueva organización social. Todo pasa como si en los estados
anteriores espacio y tiempo sólo estuvieron contenidos en el entorno físico. La
modernidad rompe esta continuidad, transfiriendo las relaciones sociales a un
territorio más amplio. Por esta razón, la nación define un espacio geográfico
dentro del cual se realizan las aspiraciones políticas y los sueños
individuales, dando sentido a la vida. Con la globalización, la noción de
espacio se alterará y se producirá esa sensación de crisis que se percibe en el
debate actual del tema.
LA MODERNIDAD EN
VENEZUELA
De acuerdo con la opinión
de Mario Sanoja (1997), la división territorial de la Venezuela del siglo XIX,
heredera de la antigüedad indígena y luego colonial, conformó un sistema con
características productivas pre capitalistas o de capitalismo marginal, según
fuera la región de que se tratara, especialmente en sus aspectos agrícolas, los
que aparentemente funcionaban en forma más o menos autónomas y no mal en
algunas regiones. Esta situación fue la que dio paso a la constitución de las “oligarquías locales”, que asumieron el
control político y económico de amplias regiones en crecimiento, con lo cual
fue posible que se desarrollara el proceso básico de acumulación originaria
capitalista (p. 36), paso necesario para un crecimiento sostenido, aunque éste
sería truncado posteriormente por las luchas internas entre los grupos
patriotas de las diversas regiones.
Estas ideas son las que han llevado
a pensar que el camino a la modernidad en el país no fue fácil. En este
sentido, se podría decir que la guerra de independencia fue una gesta dura y
cruel en que el país se entregó por completo y “lo perdió todo”: destrucción de su orden territorial, de su estructura poblacional y
degradación social.
El grupo mantuano, triunfante de la
gesta y conformador de un bloque hegemónico de dominación política se había
formado en las enseñanzas de la modernidad clásica, bebieron las fuentes de la
Ilustración e incluso vivieron en ella, pero lamentablemente fueron
completamente sustituidos a partir de 1824, por un nuevo grupo emergente,
integrado ahora por los antiguos dueños de hatos ganaderos del llano, devenidos
en generales republicanos, bastante alejados de aquella cultura, y quienes en
forma más real, concreta y material fueron los que construyeron el verdadero
modo de vida, con patrón nacional del siglo XIX, a su imagen y semejanza, en la
medida de sus limitadas aspiraciones existenciales y exhibiendo una cultura estancada,
pre moderna, de la cual provenían.
Venezuela, luego de su independencia
quedó arruinada, pero paradojalmente, el poder económico y político de esta
oligarquía se robusteció, como había sido su objetivo, sin duda. Pero, este fue
su progreso, no el del país.
Hacia 1840, se observó
una apertura hacia el comercio internacional y el país comenzó a nutrirse de
bienes de consumo importados desde Inglaterra, Francia, Alemania y Estados
Unidos, iniciándose un incipiente proceso de modernización formal que
comenzaría con el régimen de Guzmán Blanco, en el cual se vivió un proceso de
renovación cultural y ampliación urbana sin precedentes que puso en práctica
una inicial modernización del Estado y de la sociedad misma. Este esfuerzo sólo
lo fue formal, porque partía del supuesto de que para ser moderno debía
suplantarse la cultura local por la francesa, y de que si se vivía como un
francés, por arte de magia se convertiría en un moderno francés, lo cual como
era previsible, se cancelaría por sí mismo.
De aquí deviene la confusión sobre
este tema. La modernidad se trastocó en una timorata y menguada modernización.
Aún así, el país se reconstruyó con estos caudillos aunque en forma lenta y
extraviada. Siempre quedará en el aire la pregunta clave que habría resuelto
este dilema crucial, la de si el proceso de formación de la nación venezolana
hubiera sido hecho por hombres ilustrados, por una clase gobernante moderna y
avanzada, como lo eran, apoyados en el antiguo sistema de producción del
incipiente capitalismo agropecuario, industrial y comercial existente de que
habla Sanoja, ¿cuál habría sido su destino? -Tal vez, el destino del país
hubiese sido muy diferente.
Siguiendo este argumento, sólo a
fines del siglo XIX se constituiría un proyecto nacional de desarrollo,
elaborado por esta misma oligarquía criolla en estrecha alianza con grupos de
poder llaneros y otros de la naciente burguesía comercial urbana. La diferencia
con los postulados de la modernidad ya vistos y con las ideas de la
independencia, fue que el proyecto sobrellevó una menguada modernización, quedó
a medio camino de la ruta inicial: concentrado en un poder estatal
centralizado, represivo y desorientador de la conciencia nacional, de
insospechadas consecuencias, como ha señalado Vargas Arenas (cit. por Sanoja,
p. 43), “la oligarquía comenzó a
manipular la conciencia histórica colectiva forjando y diseminando un concepto
fragmentario de la historia venezolana”, así se fabula y conforma la historia oficial que, circulando por escuelas
y academias, habla de que el país era un espacio vacío o poblado escasamente
por indios nómadas e ignorantes, que sólo se debe reconocer ese pasado
conectado al presente a través de rasgos negativos y humillantes del
venezolano, como son el de la flojera, la pasividad, la indolencia y la
brutalidad, atavismos ligados a los indios, negros y españoles.
Por esta razón y, siguiendo estas
ideas hacia un esquema de desarrollo, el pueblo estuvo caracterizado como “desorganizado y difícil
de gobernar”, lo cual sería la causa
que ha impedido su progreso. Como consecuencia lógica de lo anterior, sólo se
desarrollará si es gobernado con puño de hierro, sellando con este
planteamiento gran parte del futuro recorrido por el país.
La oligarquía, de esta
forma entonces, se atribuye a sí misma el papel de la continuidad histórica de
un proceso civilizatorio iniciado por la corona española en el siglo XVI, a
través de sucesivos agentes, “la oligarquía mantuana, devenida en oligarquía criolla republicana y luego,
en el presente (mitad del siglo XX), transformada en el bloque político
hegemónico integrado por los partidos políticos y su complemento de empresarios
privados” (Ibíd., p. 44).
LA MODERNIZACIÓN DE LA
EDUCACIÓN Y LA CULTURA
La modernización de la educación parece
producirse en el contexto de los años 1870-1888, cuando se produce un
debilitamiento de la dominación conservadora y la activa presencia de actores
positivistas, que serían los factores que orientaron este cambio, como lo
señala Luis Antonio Bigott (1996) al decir, “el Estado venezolano moderno tiende a diversificarse en sus ramas y a
tecnificarse en su funcionamiento, no sólo por exigencias del propio desarrollo
sino también por influencia del contexto histórico internacional” (p. 107). Las palabras
claves de la época y de esta modernización eran “progreso”, “unidad nacional”, “doblamiento”, “vías de comunicación”, “instrucción popular”, “educación científica”, que como ya se ha
visto, sin dejar de reconocer su valor, sólo constituyen una modernidad tardía,
parcial, menguada, una simple modernización. Sus líderes fueron los
positivistas y su centro de acción fue la Universidad, a donde acudía la elite
cultural del país.
En este ambiente, se crearon múltiples
instituciones con fines científicos y educativos de alto nivel y, entre
confrontaciones, foros y conferencias sobre el tema se fue dando un cambio de
mentalidad que tenía como ideal la modernización del proyecto nacional y como
base ideológica la ciencia. Tal vez, la innovación más relevante fue la
promulgación de un Decreto, en 1883, por medio del cual se reformaba la
educación superior, agrupándola en universidades, colegios federales, academia
y sociedades destinadas al cultivo de las diversas ramas del saber, aunque esta
actitud fue muy crítica de la literatura, aduciéndose que el positivismo “favorece el desarraigo
romántico, la mayor asimilación del costumbrismo a superiores niveles de
creatividad (Ibíd., p. 115).
Numerosas reformas al
sistema educativo siguieron durante los primeros cuarenta años del siglo XX,
con esfuerzos dedicados a democratizar al Estado y a la sociedad, dentro de lo
cual resalta la necesidad de tener “más y mejores maestros” y dando prioridad a una educación primaria masiva. Así, se podrían
mencionar las opiniones de Mariano Picón Salas quien explicaba que ya la
crítica social de los escritores del siglo XVIII se había concentrado en los
temas de la economía y la educación, las cuales “preceden a la dialéctica política que habrá de esgrimirse en los días de la
Independencia” (Chesney, 2005).
También los manifiestos de los grupos opositores a Gómez (como Partido
Revolucionario Venezolano, PRV; Agrupación Revolucionaria de Izquierda, ARDI; y
en las primeras del Partido Comunista Venezolano, PCV) el tema educativo ocupó
un lugar central de su agenda. Todos entendían que sin una política educativa y
cultural clara y prioritaria no se podría transformar a Venezuela, “comprendieron la
educación como acción de justicia social sin la cual no era posible modernizar
el país. La educación formaría esos nuevos ciudadanos” (Ibíd.).
En este sendero de la educación
republicana que se hereda desde Simón Rodríguez, Simón Bolívar o de José María
Vargas, hacia las primeras décadas del siglo XX habría también que resaltar las
figuras de Luis Beltrán Prieto Figueroa y, muy especialmente, Picón Salas. Es
así que adquiere excepcional importancia la correspondencia sostenida entre
Mariano Picón Salas y Rómulo Betancourt entre 1931 y 1935, etapa de preámbulo
al cambio político del país y que muestra el sentido y fin de una de las pocas
alternativas en el campo educativo con proyección surgidas en ese contexto
crucial del país.
Lo más grave del cambio fue que se
perdió el eje ideológico educativo sustentado en un proyecto capitalista
nacional con fuerte apoyo masivo. Ya en el exilio, en 1951, Luis Prieto
Figueroa analizó en una importante obra sobre el tema el devenir de la
educación venezolana en la historia, expresando que la educación fue un “círculo cerrado para
castas dominantes en la Colonia y bajo las oligarquías que le sucedieron;
vibración de anhelos populares con el triunfo liberal; enervamiento y parálisis
bajo el despotismo militar de Castro y Gómez; exaltación magnífica del alma
popular …bajo el gobierno
democrático y revolucionario que advino en Venezuela desde Octubre de 1945
hasta Noviembre de 1948, y nuevamente, dolorosa caída y reacción destructora
bajo la bota castrense” (Cit. en Guillermo Luque, 1996, p. 218).
El golpe militar contra Gallegos, en 1948, que inauguraría otra década
de dictadura, cerró todas estas reformas, truncando uno de los cambios más
interesantes de la revolución burguesa venezolana, teorizada y dirigida por un
partido de masas a cuyo frente se encontraba incluso un educador de fama
internacional.
Aunque la acción de esta
dictadura no fue nula, varios de sus cambios derogaron prerrogativas anteriores
y su nueva ley de educación adoleció de una ausencia esencial porque ésta no
fue definida como una función esencial del Estado, tampoco apareció el ya
tradicional concepto de la formación de ciudadanos para ejercer una democracia,
sino que sus orientaciones fueron las de una “formación y desarrollo intelectual de los habitantes de país” y la de su “mejoramiento moral y
físico” (Ibíd., p. 220). Era
una vuelta a una educación elitesca, enfatizando lo técnico y que aislando a la
universidad, incentiva la educación privada y católica.
Son los años, fines de 1957, en que
el régimen del Nuevo Ideal Nacional comienza a mostrar fuertes fallas en su
aparato productivo, como lo informa la CEPAL en su revisión de la evolución
económica del país, caracterizando al país como subdesarrollado, “con el más alto nivel de
producto per cápita en el mundo”, junto a una desigual distribución del ingreso entre el campo y la ciudad,
bajos patrones de consumo de las grandes masas de la población y con altos
índices de analfabetismo, e incluso se evidencia una distorsión del desarrollo
industrial –iniciado en los años cuarenta-, que lo ha transformado en una
industria importadora con los ingentes recursos petroleros que han desatado una
voracidad importadora (Ibíd.).
El cambio a la democracia en 1958
significó también un giro de la política educacional, sumiendo inicialmente los
lineamientos básicos del Proyecto Principal de UNESCO, especialmente en aquello
de asegurar “una educación popular
que conduzca a nuestros pueblos al goce de una vida digna en la que triunfen la
paz y la convivencia democrática y se eliminen las injusticias, la miseria y la
incultura” (Ibíd., p. 223). La
educación fue considerada “el primer problema nacional”.
Durante el período democrático se
mantuvo la política de desarrollo de sustitución de importaciones, basada en el
proceso industrial interno, ahora acrecentado con una fuerte participación de
empresas y capitales tanto nacionales como extranjeros, lo que creó una fuerte
dependencia externa, fuente de discrepancias entre los partidos de gobierno y
la oposición. En efecto, la inversión extranjera aumentó en un 28% entre 1960 y
1968, siendo al final del período un 71% de origen norteamericano, y haciendo
de Venezuela el país con mayor inversión de ese país.
En este contexto, la política educacional
se asentó en la obligatoriedad y gratuidad, su pasividad, lucha contra el
analfabetismo y subsanar otras huellas que había dejado la dictadura, como a
los niños sin escuela, el abandono de la educación técnica y rural, el cierre
de liceos y universidades, además de responder a la limitada cultura de la
población.
El proceso que siguió, en la década
1969-1979, en realidad es el que se conoce como el de la modernización de la
educación. El crecimiento económico entre 1968 a 1973 estuvo cercano al 7%
anual, en el quinquenio anterior había sido 8,3%, los precios del petróleo
subieron de $2 en 1968 a $14 en 1974, aumento que le permitió a los gobiernos
emprender grandes proyectos de desarrollo, especialmente para la industria del
hierro, acero, aluminio, electricidad y para la construcción de obras públicas,
con lo cual se expande el poder de Estado que además de asumir las funciones de
servicios y de distribución de la renta petrolera, asumía ahora las de
empresario e inversionista, “desde el procesamiento de la papa hasta la hotelería”.
Las consecuencias en la educación
fueron evidentes, porque se produce una fuerte demanda de personal preparado
para asumir estas nuevas funciones de la industria, recuérdese que en 1978 sólo
4,5% de estos tenía formación técnica media y el 3,4% formación universitaria.
Entonces, se produce una fuerte demanda en las escuelas básicas, y también por
parte del sector económico e industrial, lo cual llevó a una necesaria reforma
del sistema escolar. Ya en el IV Plan de la Nación se hace énfasis en ello y se
menciona un cambio en la orientación ideológica del sistema, al enunciarse como
uno de sus principios al hombre, como “centro de la planificación democrática” y a la educación como factor de cohesión, continuidad de la cultura y como
agente del cambio social y del desarrollo. En el V Plan se continúa esta
tendencia, llevando por lema “renovación educativa y desarrollo nacional”, en el cual se acentuaba la continuidad del sistema democrático como
factor esencial de la coyuntura, y en la que se señalaba por ejemplo, que “existe una aparente
democratización educativa”, cuando lo que se requería era “una democratización efectiva y una real igualdad de oportunidades” (Ibíd. pp. 256-258).
Con 11 decretos y 18 resoluciones
se pretendió modernizar el sistema escolar en todos sus niveles y modalidades.
Señala Rodríguez (1996b), que la modernización se dirigió principalmente a tres
aspectos: “reforma del currículo,
en el cual enfatizamos los cambios en los niveles de primaria y media; reforma
de la administración del sistema escolar y reforma de la educación superior” (p. 258),
constituyéndose, quizás, en el cambio más profundo que se haya intentado en el
país.
El resultado de esta etapa, desde
1970 a 1975, mostró los mayores incrementos anuales en la matrícula estudiantil
habidos entre 1960 y 1987, el crecimiento de la educación superior en esta
década fue del 282%, y la tasa de escolarización para las edades de 20 a 24
años se elevó del 8,17% (1970) al 19,4%, en 1976.
En 1974 se promulgó el Decreto132
por medio del cual se creaba el Programa de Becas Gran Mariscal de Ayacucho,
ente que se constituye en el hecho más resaltante del período en materia
educativa, cuyo objetivo inicial estuvo dirigido a apoyar a los egresados de
los institutos de educación secundaria, técnica, especial y universitaria “provenientes de las
clases medias y trabajadora de escasos recursos, para su capacitación en las
disciplinas técnicas y científicas en centros de educación nacional y del
exterior” (Ibíd., p. 265). Un año
después, el programa se transformaba en una exitosa Fundación.
Entre sus resultados se cuentan que
para 1975 el 63% de los becarios habían sido enviados al exterior, de los
cuales el 88% seguía cursos de pregrado, cifras que llamaron a venezolanizar
sus alcances. El recuento de los estudiantes hasta 1996, era de 60 mil
profesionales y especialistas formados, logro que difícilmente pudiera alcanzar
otro programa similar. En la década de los 90 desde este programa surgen las
ideas para estimular el talento creativo con el Proyecto Galileo y el de
Estímulo al Talento, para jóvenes de educación media; el José María Vargas y el
Antonio José de Sucre a nivel de estudios superiores; y el Programa Simón
Rodríguez para la formación de docentes en actividad.
Los resultados educativos durante
la década 1969-1979 fueron inesperados: la educación preescolar aumentó en
1.183%, la primaria en 240%, la media en 135,3%, y la superior en 475%, según
los propios informes del Ministerio de Educación para 1979, a pesar de lo cual
los analistas del tema opinan que ya se evidenciaba una desaceleración en los
subsistemas de primaria y media. También mejoraron los índices de repitencia (8,6%,
aunque fueron menores antes, del orden del 2-3% entre 1970 y 1979), deserción
(6,1%), y prosecución (62%, siendo menor entre 1964 y 1971) en primaria; en la
educación media estos mismos índices son casi el doble lográndose valores nunca
antes alcanzados en todo el siglo XX.
A partir de 1979, comienza lo que
Nacarid Rodríguez (1996b) denomina la “década del deterioro y desafíos”, quien en su trabajo además muestra que fue acompañada de un decrecimiento
en el desempeño económico y en el desarrollo en general. La nueva realidad
condujo al gobierno a iniciar los planes de estabilización y sinceración, con
lo cual se eliminaron subsidios, se liberaron los precios y se enfriaron las
finanzas.
El año 1979, desde el punto de
vista de la educación, decisivo factor de la cultura venezolana, alertaba y
anunciaba así lo que luego sería una definida crisis política, que vendría
acompañada de una concentración excesiva de poder en las esferas de gobierno,
de un clientelismo partidista que invadió a las instituciones públicas y de un
visible deterioro del poder judicial. La corrupción mostraba su cara visible,
en tanto que la pobreza ya muestra una cifra de 36% y la de pobreza crítica
alcanza el 43%. Pocos años más tarde se precipitaría la crisis económica.
Las secuelas del cambio de
situación en la educación fueron aciagas, como lo señala Rodríguez (1996b, p.
256 y siguientes): aumento de la deserción escolar y del deterioro de los otros
índices mencionados, junto con la delincuencia, drogas y una degradación social
del pueblo venezolano, lo cual contrastaba con la exaltación del poder y dinero
y la corrupción que merodea en las esferas del poder y de sus líderes. Esto
produce un triste y siniestro modelaje en la población, especialmente en los
sectores de la juventud.
El sistema democrático y político
venezolano no pudo solventar la situación de crisis en casi ninguna de sus
vertientes, y el arrastre de sus consecuencias agravó el cuadro general de país
hacia el fin del siglo y, muy especialmente de su sistema educativo. Según
Rafael Osío (2005), quien cita cifras no oficiales de ONG especializadas en el
tema, indica que habría una disminución en la matrícula del segmento preescolar
del 0,2%, y entre primer y sexto grado del 1,8%; a partir de 1994 se observa
una re marginalización (o más bien, pauperización) del país y no parece haber
sintonía entre la oferta educativa y el crecimiento demográfico. La falta de
continuidad en los programas del gobierno entre 1999-2004, ha hecho que
abandonen la escuela 200 mil niños porque no se han concretado los planes para
mantenerlos en las escuelas (p. 6).
En un contexto más amplio, se
podrían señalar las cifras del PNUD para 2004, que indican que el 51,5% de la
población era pobre, y un 48,5% serían “no pobres”, vale decir, el resto
de la población, siendo la situación más crítica en las áreas urbanas, en donde
la pobreza aumentó de 62 a 84,4%.
Es posible reflexionar que en los
aspectos de deterioro antes señalados, incide la posible mentalidad de la
modernidad, porque podría haber sido la que indujera a la organización,
planificación y control de todas las situaciones, especialmente entre los
líderes de la sociedad. En Venezuela, para que la mentalidad moderna se
entronice sería necesario -pensando que la educación es un importante
componente de su inserción y que fuera masiva-, que el promedio nacional de la
escolaridad llegara, al menos, a 12 años, vale decir, que una amplia mayoría de
la población alcanzara el bachillerato. Pero el país está muy lejos de alcanzar
esta cifra: el promedio nacional de la escolaridad es de 7,7 años, y en los
sectores más pobres no llega a los 6 años. Esto es, ni siquiera se alcanza el
sexto grado de educación primaria, como lo enfatiza el documento de Luis Ugalde
y Luis Pedro España (2005).
Desde el punto de vista
de la modernidad, esta situación significa que los venezolanos no sólo quedan
fuera de su alcance, sino que no les queda otra alternativa que recurrir a sus armas
naturales, originales, tradicionales, pre-modernas, es decir, a improvisar.
Así, se podrían explicar las actuaciones del pueblo llano frente a las
catástrofes o situaciones límites, en su casi vano intento por entenderlas y
superarlas. En ellos no podría esperarse el acceso a otras fuentes de reflexión
y del conocimiento más avanzadas para entender sus situaciones de apremio y
enfrentarlas de una manera más segura y digna. Así surge la cultura de la
improvisación, tanto entre el pueblo como entre los líderes del gobierno de
turno, que tampoco escapan a este signo. Un ejemplo, entre muchos que se
observan a diario, lo constituyó la tragedia de Vargas: aquí no sólo la gente
actuó con trágica improvisación, lo que los llevó incluso, no sólo a regresar para
seguir viviendo en sus inseguras viviendas en aquellos peligrosos cauces, sino
que también tuvieron como respuesta de las instituciones una igual
incomprensión y falta de atención al problema. Ambos sectores, población y
gobierno, expresaron en sus dirigentes la falacia de que “con la naturaleza no se
puede (…) ”, obviando el verdadero
problema que tiene una explicación diferente, más bien centrado en el respeto
al ser humano y de entendimiento del funcionamiento y de las leyes del sistema
ambiental.
¿Cuáles serían los componentes que
explicarían el fenómeno antes descrito -que conduce a un anti-proceso-, en
términos de las bases de la modernidad y del desarrollo? -Pues bien, en este
trabajo se postula que aquí ocurriría que la sociedad no está en capacidad de
efectuar sus legítimas exigencias al Estado para que se establezca algún tipo
de política y acciones para prevenir y planificar desastres, porque
sencillamente no tiene el nivel educativo para hacerlo, como ya mostró en
páginas anteriores. Este factor es lo que le impide ver el verdadero rostro del
problema y, por tanto, no tendría capacidad para presionar, exigir o influir
sobre el Estado, especialmente cuando el mismo está distorsionado por una
excesiva concentración de poder. Pero, por el otro lado, también existe el
mismo problema de parte del Estado y sus funcionarios, porque ellos tampoco tienen
la más mínima responsabilidad en su función.
La explicación de ambos procederes,
aparentemente similares, simétricos aunque opuestos, tiene diferentes bases
conceptuales. La actuación del pueblo respondería a su falta de educación, como
parte del sector social de la nación y, en esto, utiliza en su respuesta el
modelaje recibido de sus líderes y élites –también bien alejadas de la modernidad-.
Lo que el pueblo muestra -y en general, la sociedad- es un problema educativo.
Pero, la respuesta del Estado es de tipo cultural, que lo hace desde el sector
público, porque aquí habla la cultura política y organizativa de las
instituciones que no cumplen con sus funciones, una de las cuales es la de ser
instituciones públicas responsables ante la sociedad, aún sin la existencia de
alguna emergencia o riesgo. Lo que el Estado muestra, en cambio, es una cultura
de la irresponsabilidad. La responsabilidad es un valor, y muy necesario en la
organización del Estado, que forma parte de su cultura, pero que de la cual se
adolece.
Tratando de explicar en mayor
extensión el problema, también se podría decir que lo que aquí subyace es un
problema esencialmente del sistema escolar y, tal vez, no de falta de escuelas,
porque aquí lo que parece prevalecer –similar al caso de la cultura de
irresponsabilidad- , es que emerge como evidencia palpable el fracaso escolar,
vale decir, la inexistencia de un proyecto de modernidad vigente u otro
alternativo que lo sustituya, pero que no se produzca la situación actual de un
vacío epistemológico, que irremediablemente conduce a la nada. Este aspecto,
lamentablemente está íntimamente relacionado con la pobreza que arrastra el
desarrollo del país.
El “Proyecto
detrás de la Pobreza”, efectuado por la Universidad Católica Andrés Bello (ver: Luis Ugalde,
Pedro L. España et al., 2005), basó su investigación en el estudio de la
modernidad y la cultura en la Venezuela contemporánea, para lo cual
investigaron a nivel individual a cerca de 13 mil hogares, encuestando a casi
13 millones de venezolanos mayores de 18 años, con lo cual concluyeron que 4,7
millones de ciudadanos calificaban como individuos con actitudes modernas, de
los cuales el 51,2% de ellos pertenecían a hogares en situación de pobreza, “sólo cuatro puntos
porcentuales menos del total de hogares pobres en el país (p. 42). Es decir,
que 4 de 10 entrevistados podían ser calificados como modernos y que la mitad
de los no modernos eran, a su vez, no pobres.
En la escala socioeconómica (desde
los ricos de A, hasta los más pobres de E), había cifras de no modernos en
todos los estratos, aunque estos aumentan al bajar en la escala. Pero en la
escala más alta, A, con el 2% de la población más afluente, había un 50% con
actitudes no modernas y un 67,7% en los grupos de pobreza extrema E. Es decir,
que “la mitad de las élites
socioeconómicas en Venezuela tengan creencias productivas que devienen en
actitudes discordantes con la modernidad” (p. 43), lo cual significa que la propensión modernizadora de las élites
no es fuerte y por tanto, de ellos no se pueden esperar actividades de
desarrollo social y económico incluyentes y de progreso.
Respecto a los tipos culturales, se
determinaron seis categorías diferentes, entre los que se encuentran los
siguientes, con sus características muy resumidas:
Rezagados, 27,6%, que
representan la “negación de la modernidad”, cuyas actitudes se explican más bien en términos de la suerte, el azar,
Dios o el destino, y creen que las oportunidades llegan, no se buscan.
Tutelados, 10,9%, similar al
anterior, pero ubican el control de las instituciones sociales, dándole a los
partidos políticos un rol de colaborador con su suerte y consideran importante
la tutoría del Estado.
Emancipados, 25,2%, se acercan a la
modernidad, a pesar de poseer algunas orientaciones no modernas, se atribuyen
cierto grado de control de la realidad. • Movilizados, 4,2%, cuyas orientaciones valorativas apuntan hacia lo
tradicional moderado, son la transición hacia lo moderno.
Desarraigados, 19%, ya presentan
orientaciones modernas, aunque su poca confianza hacia las instituciones los
hace desarraigados y muy individualistas.
Integrados, 13,3%,
plenamente modernos (pp. 94-96).
De aquí se concluye que el acceso a
la modernidad pareciera tener cierta asociación con las características
socioeconómicas y culturales, pues implica inversión de recursos y adquisición
de saberes y en lo cual el rol de las instituciones sociales, como la familia y
la escuela en general, hasta lo laboral o público, es lo que proporciona las
definiciones modernas. En esto, el nivel educativo debería tener cierta
correlación con los tipos culturales, en el sentido de que “a mayor nivel educativo,
el tipo cultural debe aproximarse a la modernidad” (p. 100). En los estratos D y E se concentra el 55% de la población total,
pero la proporción de estos estratos dentro de los menos modernos, es de 62%,
un 7% mayor que la proporción total.
En un extremo de lo
visto, lo lamentable de esta situación son nuevamente las secuelas que este
análisis puede dejar, ahora en términos más teóricos que prácticos, aunque se
trate de una situación muy real y delicada. El problema del estudio o del
interés por estudiar parece recaer fuertemente, además de otros factores, en el
contexto socio-cultural del estudiante. Investigaciones en este sentido
reseñados para Venezuela por Lesbia Luzardo (2004), y basada en experiencias a
nivel internacional, muestran que en estudiantes cuyos padres son de estratos
sociales bajos, no conceden el mismo valor a la educación, independencia
económica y reconocimiento laboral que padres de los estratos medios y altos
dan, razón por la cual en dichos estratos habría una menor estimulación al niño
hacia la obtención del éxito académico.
Es decir, se manifiesta una actitud
negativa hacia la instrucción, lo cual disminuye el interés por aprender.
Explica esta autora, que la carencia de identidad con su cultura conformaría un
efecto de privación de la cultura, que en su extremo constituye algo
patológico, conocido como el “síndrome de privación cultural”, producido por una inadecuada estimulación temprana. Ello se manifiesta en
la representación inapropiada del desempeño verbal, pensamiento, comprensión y
grado de elaboración lingüística (p. 78). En su experiencia con estudiantes de
escuelas privadas en Venezuela (no le permitieron hacerlo en escuelas
públicas), sólo un 15% de los alumnos presentaron baja puntuación en hábitos
emocionales, siendo las deficiencias más fuertes en los factores de amor, miedo
y tristeza.
Tal efecto, de origen
psicoeducativo, también se le atribuye el título de “cultura de la pobreza”, por eso en su estudio
se incorporan variables socio-económicas, incluyendo a las del tipo
negligencia, abuso, nutrición y sus efectos sobre el sistema nervioso, como
también aspectos sobre el déficit sanitario, retraso en su crecimiento y
variables de tipo cultural, que dan un idea de las formas de abordarlo para
lograr su superación. El problema es que debido a estos factores el niño no
puede beneficiarse de la transmisión cultural, por lo que desde esta perspectiva
podría ocurrir bien que su propia cultura no le ha sido transmitida, o que su
condición de pobre no le permitió recibir esta mediación. La manifestación más
grave se produce por el hecho que el infante o individuo no puede aprender, ni
a través de situaciones formales, ni a través de la vida, con educación
informal, agravándose el problema.
CONCLUSIONES
La flexible capacidad que tiene el
ser humano de modificarse en función de sus necesidades y de convertirse en
otro, si lo desea, se encuentra en el fondo de las raíces culturales propias de
la sociedad, que guarda y resguarda la tradición cultural. Por esto, la
transmisión intergeneracional es muy fuerte, pero cuando se interrumpe, deja de
preparar a las nuevas generaciones y decae. Según Reuven Feuerstein (1987),
especialista en el tema, “el ser humano no es más que el producto de su pasado, y mientras más lejos
remonta el pasado, más amplio va a ser su futuro”. Las intermediaciones que recibe el joven en su crecimiento proceden
primero de su madre, que se interpone entre el niño y el mundo exterior, ella
le interpreta los conocimientos y le amplía ciertos estímulos; luego, vendría
la familia y el grupo social de su comunidad. Inversamente, no se le puede
pedir a una cultura que medie a un individuo en otra cultura, porque no es
producto de su interacción con el medio.
En este último aspecto hay una
asincronía de la sociedad con esta teoría, y es que en la realidad se coloca a
las personas ancianas lejos de la familia, entonces aquí se pierde uno de los
eslabones más importantes en la cadena de la mediación cultural, y esta es la
razón por la cual en la antigüedad el viejo era el que tenía toda la sabiduría
de la historia. En la actualidad, esa responsabilidad recae, en el mejor de los
casos, sólo en el maestro, quien sería más bien un transmisor de información.
Si bien antes se vio un caso en el
cual la solución se daba en términos de educación y de falta de escolaridad
(vale decir, de orientación moderna y con calidad), ahora aquí se podría
inducir otra solución más de corte cultural al problema educativo básico, cual
es la utilización de las rutinas de los niños o estudiantes. La rutina es un
acto en la que se hace siempre lo mismo durante un período de tiempo. Lo importante
de la teoría de las rutinas es que no conllevan emociones asociadas, son
independientes en este sentido, a menos que se frustren por algún sentimiento,
por lo cual son equivalentes a un reflejo y no son determinantes. La rutina en
la escuela es evidente, pero entre sus características se puede encontrar que
sin estas no hay disciplina, ni orden, ni hábitos de estudio, que es lo
importante, pero también influyen en esto las clases monótonas, aburridas, que
serían un factor negativo e implicaría al docente.
Entonces, tanto al estudiante como
al docente, se les debe encontrar una fórmula que les agrade y no falle, esto
lo puede proporcionar el arte, en todas sus manifestaciones. De tal manera que
ayudaría a convertir la rutina en ritual, y de acuerdo con investigaciones
internacionales señalan que “el ritual es el camino más corto para hacer el cambio” de actitudes. Los
rituales definen a la sociedad al seguir “patrones expresados por símbolos y con significados sociales· (Ibíd.,
p.133). El ritual se alimenta del sistema de creencias y éstas conectan al
hombre con su pasado y a lo terrenal con lo celestial, eliminando o
restableciendo la privación cultural. El lenguaje del arte, sea música, poesía,
danza, canto o teatro, contribuye a satisfacer la necesidad del ritual,
produciendo el cambio de lo rutinario a lo ritualístico, cambiando así las
actitudes del niño y restituyéndole en su cultura y en su sociedad.
REFERENCIAS
BIBLIOGRÁFICAS
Almarza, Fernando.
(2002). Lectura del arte y caos. Isomorfas entre niveles de significación del
arte y sistemas dinámicos no lineales. Trabajo de grado. Caracas, UCV, FHE,
Maestría en Artes plásticas: historia y
teoría.
Bigott, Luis A. (1996).
Ciencia positiva y educación popular en la segunda mitad del siglo XIX. En:
Nacarid Rodríguez (Comp.), Historia de la educación venezolana, Caracas,
UCV-FHE, Comisión de Estudios de
Postgrado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario